Vamos a recuperar algunos de los
artículos que el insigne periodista y escritor Jaime Menéndez, “El Chato”,
publicó en los años 50 en el diario “España” de Tánger sobre el desarrollo
económico y social de la Venezuela de entonces.
En aquellos momentos el
periodista asturiano estaba residiendo en Tánger cuando era ciudad
internacional, lugar donde recalaron miles republicanos españoles huyendo de la
represión del régimen franquista. Justo en 1953 fue contratado, debido a su
enorme prestigio como especialista en política internacional, por el gobierno
venezolano que quería difundir fuera de sus fronteras las políticas sociales y económicas
del gobierno.
Antes de transcribir los
artículos es de justicia recordar los trazos más emblemáticos de la vida del
mencionado autor.
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La prensa venezolana de 1953 recogió la llegada de Jaime Menéndez, "El Chato". Archivo Agencia Febus. |
Jaime Menéndez, "El Chato" (Sobrerriba,Cornellana,
Salas 1901- Madrid 1969), fue primer español redactor de "The New York
Times", el primer asturiano que dirigió el diario "La Prensa" de
Nueva York, socio fundador en 1931 de la Alianza Republicana de Españoles en
Nueva York.
En 1932, ya en Madrid, fue corresponsal de la NANA (North American Newspaper Alliance),
redactor de "Leviatán", de "Política", de "Estampa" y otras ilustres publicaciones de la época, director del diario "El Sol", presidente de la asociación de la prensa de Madrid durante la guerra civil española.
Fue autor de varios libros, entre ellos: "Vísperas de Catástrofe", "Alemania en Pie" o "The Jail".
Al finalizar la guerra civil española fue hecho prisionero y anduvo por varios campos de concentración en la España de Franco y otros centros de reclusión.
En 1944 tras salir de la cárcel fue pionero de la lucha antifranquista desde sus atalayas de la embajada de EE.UU. en Madrid, en el exilio de Tánger (1946 a 1957) como puntal del diario "España" y de nuevo en Madrid desde 1957 hasta su fallecimiento en publicaciones como la revista "Mundo", Destino" o "Política Internacional", en sus famosas tertulias de Casa Labra o en sus actividades secretas en células clandestinas.
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Carta de 1948 del Presidente de Venezuela a Jaime Menéndez, "El Chato". Archivo Agencia Febus. |
Ya sin dilación presentamos los mencionados artículos.
Primer Artículo, publicado el 29 de enero de 1954 en el diario España de Tánger
Venezuela: el renacer de una nación
La obra de un gobierno que tiene prisa
Un largo sistema de valles alto
en el espolón que arranca del tronco de la cordillera andina y se extiende en
dirección oeste -con una clara desviación primero hacia el Norte, abriéndose a
tiempo que avanza en una serie de sierras paralelas- por las proximidades de la
costa septentrional suramericana, yendo a caer sus últimas estribaciones en las
bajas llanuras cenagosas y de exhuberante vegetación del delta del Orinoco. Es
un sistema que brinda un ancho y amplio panorama para los cultivos y el fecundo
aprovechamiento de un ambiente climático que no es tórrido a pesar de
encontrarse enclavado dentro de la zona tropical. La elevación del suelo -que
no alcanza extremos que hacen la vida incómoda incluso para las gentes
acostumbradas a niveles aproximados a los del mar- y los movimientos periódicos
de los vientos moderan y suavizan constantemente la temperatura, al tiempo que
la abundancia de agua, la feracidad del suelo y la verticalidad de los rayos
del sol dan a la tierra una exuberancia que se traduce a grandes ratos en una
densa, impenetrable casi, vegetación ecuatorial.
Acá y allá, en pequeños trozos
dispersos dispersos por el ancho por el ancho mapa venezolano, donde quiera que
se presenta a la vista de una zona cultivada, la generosidad del suelo se
traduce en cosechas ininterrumpidas con solo tres o cuatro meses cuando más
entre siembra y siembra; tres o cuatro y hasta cinco cosechas anuales, algo que
da a la tierra la rítmica regularidad productiva de un procedimiento
industrializado. La producción de cereales, de frutas, de verduras -de muchas
cosas típicas incluso de las zonas templadas, a veces hasta de las frías, como
el maíz, las alubias, la escarola, etc.- es prácticamente constante. La vida
del campesino no tiene aquí semejanza alguna con la del hombre -y la mujer-
doblando de sol a sol sobre la tierra dura a lo largo de la superficie de
Europa o Asia, empezando en una agotadora lucha con la naturaleza hosca y
mezquina la mayoría de las veces, tan hostil que da la sensación de estar ya
cansada de colaborar con el esfuerzo del campesino. Y poniendo además en la
empresa horas sin fin como las de aquel bracero que hablaba con aire de
candorosa resignación de jornadas de ocho horas seguidas:
-Ocho horas hasta el mediodía -explicó enseguida- y otras
ocho horas después de las doce.
Esta serie de artículos fueron
escritos por Jaime Menéndez, “El Chato”, el primer español redactor de “The New
York Times”, en 1953 cuando fue contratado por el gobierno venezolano para
difundir el desarrollo de Venezuela entonces ostentaba el cargo del subdirector
del diario “España” en su exilio de Tánger.
Aquí, en Venezuela, los mayores
elementos de resistencia a que tiene que hacer frente el campesino son dos: la
propia fecundidad del suelo que tiende a desbordarse por todas partes, y la
limitación -o ausencia- de las vías de comunicación que pongan en contacto su
fábrica de productos agrícolas con los centros de población donde se encuentran
los mercados de consumo. Uno y otro, sin embargo, están siendo dominados con
rapidez. El primero con el recurso
creciente a la moderna maquinaria agrícola y los abundantes y baratos productos
químicos que facilitan extraordinariamente la labor de limpieza y saneamiento
de la selva. El segundo, gracias a la prisa con que se van extendiendo por el
interior las grandes carreteras que son ya recorridas sin cesar por los motores
de los camiones impulsados por un combustible de tal baratura que apenas si
figura como factor alguno en un presupuesto de gastos. Diez litros de gasolina
por un Bolivar, moneda que en Venezuela tiene un valor aproximado al de una
peseta en España. Aun en los términos de la Bolsa de Cambios -en los términos que convierten
el Bolivar en la moneda más del mundo, pero que no son de ningún modo aquellos
a los cuales se ajusta la vida de un país- la gasolina seguiría siendo en
Venezuela increíblemente barata: poco más de una peseta el litro.
Se piensa en muchas cosas al
contemplar este panorama privilegiado. Se piensa, por ejemplo, en lo que escribieron hace siglos, Alejandro
Humbolt y Aimé Bonpland, en su “Relato personal de los viajes a las regiones
equinocciales del Nuevo Continente”, después de contemplar las cantidades de
cosas que salían, algunas de ellas espontáneamente, de tierras como estas de Venezuela, tantas que
aquellos tiempos remotos de pequeñas zonas cultivadas salía todo lo necesario
para el sostenimiento de poblaciones de una densidad relativamente alta.
“Podríamos vernos sorprendidos
-decía Humbolt- por la pequeña extensión de estas zonas cultivadas si no
recordásemos que un acre -40 áreas- plantado de plátanos rinde casi veinte
veces tanto alimento como el mismo espacio sembrado de cereales. En Europa,
nuestros granos alimenticios, el trigo, la cebada, el centeno, cubren varias
extensiones de tierra; y en general las tierras de cultivo se tocan unas con
otras dondequiera que los habitantes viven de los cereales. No es igual en la
zona tórrida… Una inmensa población se encuentra con una alimentación abundante
en un reducido espacio cubierto de plátanos, papayas, ñames y maíz. La
situación aislada de las chozas dispersas entre la selva apunta al viajero a la
fecundidad de la naturaleza y a menudo un trozo muy pequeño de tierra cultivada
es suficiente para… varias familias”. Esto era verdad hace cientos de años y
continúa siéndolo hoy en todas esas vastas extensiones que no han sido tocadas
aún por las muchas y abundantes
manifestaciones de una prosperidad tan fabulosa que ha convertido a
Venezuela en uno de los grandes países importadores del mundo, a pesar de lo
reducido de su población, sólo seis o siete millones de habitantes concentrados
en su mayoría en ciudades como Caracas, Maracaibo, Barquisimeto, Valencia,
Barcelona y algunas más, o esparcidos el resto
por la inmensidad de un país de una y media veces la dimensión de
España.
Se piensa en esto y se piensa en
las vías de comunicaciones, en las carreteras que ya se están construyendo y en
los ferrocarriles también -algunos, asimismo, en construcción- que uno se
imagina que podrían tener aún un gran futuro en Venezuela, particularmente en
nuestra era de locomotoras eléctricas atravesando un país salpicado de grandes
saltos de agua de inmensas posibilidades o de locomotoras Diesel movidas por
los derivados del petróleo, algo que ocupa, es verdad, un lugar destacado en
los planes gubernamentales para el mañana. Pero la gran realidad del momento se
encuentra en las anchas y firmes carreteras que van dejando asequibles,
cruzando y entrelazando el país, inagotables recursos del interior, los campos
todavía en una espera de siglos de las caricias del agricultor; los yacimientos
del subsuelo, que con frecuencia saltan a la superficie con insinuante coquetonería,
como el fantástico Cerro Bolívar y docenas más como él, henchidos hasta
reventar de masas informes de mineral de hierro de increíble riqueza; o de las
selvas interminables, selvas de las más finas, duras y codiciadas maderas
ecuatoriales en rebosante abundancia. Y quedarían todavía las posibilidades
prácticamente ilimitadas de la energía hidroeléctrica, los pastos de infinitas
dimensiones de los Llanos, en un tiempo tan famosos por sus ganados como por
sus llaneros, o las perspectivas tentadoras de una vasta y canalizable red de
comunicaciones fluviales.
En estos días en que tanto se
habla por el mundo de ayudas técnicas, del Punto Cuatro y de otras cosas por el
estilo no deja de tener significación el empeño puesto por el Gobierno
venezolano, ya desde el año 1949, en busca de alguna solución al problema
esbozado por la rápida transición de la economía nacional de la fase agrícola y
ganadera y que caracterizaron durante siglos a un estado de
semi-industrialización, dominado en un principio -y todavía- por el tremendo
desarrollo de las explotaciones petrolíferas y el que ahora se inicia en
creciente escala del mineral de hierro. Esto ha sido la causa de que se
produjese una gran corriente del campo hacia la región de Maracaibo y otras
donde ha ido creciendo con tal rapidez la industria del petróleo que es hoy
Venezuela el segundo país del mundo entre los productores de este combustible,
un auténtico río de oro negro que ha ejercido una poderosa influencia en el
crecimiento de la economía nacional.
En 1949 fue creado el Instituto
Agrario Nacional con un capital de 35.000.000 de dólares, para estimular la
producción agrícola y ganadera que había perdido mucho terreno o había llegado
prácticamente a la extinción. Y lo realizado desde entonces tiene dimensiones
auténticamente representativas del esfuerzo sistemático e inteligente y
previsor del Gobierno por llevar a cabo el programa que se ha venido a
conocer con la significativa expresión
de “sembrar el petróleo”, de dedicar una porción -esta no es más que una de sus
muchas fases- considerable de los ingresos que llegan al país a la creación de
condiciones que aseguren un alto nivel de vida para una población creciente
asentada sobre los firmes cimientos de una gran diversificación, tanto agrícola
como industrial.
Hay en el país ya veinticinco
colonias agrícolas, creadas bajo los auspicios del Instituto Agrario Nacional,
que son, como la de Turen o la de la Chirgua, una clara demostración de lo que
se ha hecho en tan poco tiempo y de lo que se puede hacer hasta que Venezuela
alcance no solo un grado de autosuficiencia en la mayor parte de los productos
del campo, sino que acabe convirtiéndose también en un país fuertemente
exportador, como ya lo fue en otros tiempos, de cacao, café, azúcar, algodón, ganado,
etc. En los dos primeros años, la cosecha de patatas en la colonia de Chirgua,
prácticamente el único sitio de Venezuela para la cosecha de este tubérculo,
hasta fecha reciente artículo casi exclusivamente de importación, se ha
duplicado con exceso, llegando en tan corto espacio de tiempo a unas 12.000
toneladas. Y en la Turen, en el Estado de Portuguesa, a unos 500 kilómetros de
Caracas, especializada en maíz, alubias, arroz y algunas cosas más, el
rendimiento de las cosechas sube, asimismo, con sorprendente rapidez,
alcanzando cuando solo contaba un año de existencia productora unas 4.500
toneladas de maíz, 800 de alubias y 300 de arroz. Y esto después de tener en cuenta que casi
todo el tiempo inicial había sido dedicado necesariamente a despejar la mayor
parte de las 20.000 hectáreas de la colonia, de las cuales ha sido sometida a
cultivo alrededor de la mitad, a la apertura de más de 300 kilómetros de
canales de riego y desagüe, de casi otros 200 de carreteras y caminos y otras
tareas análogas. El clima y la feracidad del suelo son aportaciones de la mayor
importancia, sin duda, pero que de nada servirían sin una política previsora
que va gradualmente creando condiciones sumamente favorables para el
aprovechamiento de lo que este suelo es susceptible de rendir.
Son también las colonias
agrícolas un experimento notable de tipo social, encontrándose en ellas una
rica diversidad de gentes que van dando a Venezuela todas las características
de otro “melting pot”, un crisol en el que se van fusionando razas y pueblos
para cristalizar en aquello con que soñó Bolívar, digno predecesor, por el
genio no menos que por la visión profética, de los hombres que hoy van
plasmando con su obra un cuadro en el que se vislumbra claramente la vida de un
pueblo nuevo y vigoroso. En la colonia de Turen, por ejemplo, hay ya más de 400
familias de las cuales casi la mitad son de venezolanas y el resto por orden de
cuantía numérica, italianas, alemanas, españolas, húngaras, polacas,
austriacas, belgas, canadienses, colombianas, etc.
Para el desarrollo de esta labor,
el Gobierno ha formulado una política concreta de la cual forma parte la
inmigración familias auténticamente campesinas, cuyos puntos esenciales son:
1 - Concesión de ayuda a todos los campesinos.
2 - Los extranjeros gozarán de los mismos derechos
que los ciudadanos del país.
3 - Eficaz y activa ayuda gubernamental con
programas de construcción de carreteras, electrificación rural y sistemas de
riego para la temporada seca, con frecuencia mediante la perforación de pozos.
4 - Una cuota de inmigración de 400 familias por
mes, de no menos de tres personas por familia, sometidas, tanto en Europa como
a su llegada a Venezuela, a pruebas, dirigidas por peritos agrícolas, que
demuestren que se tratan realmente de campesinos.
5 - Un amplio programa sanitario de inmunización
contra las enfermedades tropicales.
6 - Orientación a cargo de técnicos gubernamentales
en las tareas y métodos de cultivo.
Uno de los mayores alicientes del
programa de desarrollo agrícola consiste en la concesión de amplios créditos, a un interés muy bajo
-el 2 por ciento- y por un periodo de 25 años, que puede ser de hasta 4.000
dólares para la construcción de la casa y de 240 dólares para la compra de cada
acre de tierra; junto con otro de hasta 6.000 dólares para equipo y aperos de
labranza, y uno más de 5.000 dólares para hacer frente a las necesidades de la
vida mientras la finca -en general de unas dimensiones que oscilan entre las
250 y las 400 hectáreas- empiece a producir. Estos dos últimos créditos son
concedidos a plazos más cortos que los dos primeros, pero unos y otros son
pagaderos por medio de la venta de los productos del campo, los cuales, además,
gozan de la protección oficial que garantiza su venta a precios remunerativos,
con el propósito de que el programa resulte más atrayente y esté rodeado de las
mayores seguridades de éxito.
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Dedicatoria de Rómulo Gallegos a Jaime Menéndez. "El Chato". Archivo Agencia Febus. |
Segundo Artículo, publicado el 4 de febrero de 1954 en el
diario “España” de Tánger
Venezuela: el renacer de una nación
El hallazgo de lo inesperado, Píritu
Al asomarse a tierras de
Venezuela se encuentra uno como mejor bagaje con una imaginación en la que del
verde de la selva se van desgranando los hilos para ir tejiendo paisajes de una
frondosidad inasequible. Y para pensar también enseguida en que más allá, acaso
con la sola finalidad de quebrar tanta exhuberante monotonía, esté el mar sin
fin de una hierba muy alta y apretada, salpicada de extraños cactus, de Los
Llanos, de esos Llanos de los cuales han salido páginas de singular belleza y
majestuosa grandiosidad que bastarían por sí solas para asegurar al país de su
posesión un buen sitio en las bibliotecas donde se guardan con esmero las
mejores piezas de la buena literatura universal. Para volver después a la
selva, más apretada todavía, más impresionantemente sobrecogedora. Es lo que
uno se imagina por lo poco que todavía ha visto mezclado con las impresiones
que se quedan de lo que se ha leído.
Resulta difícil, casi imposible
comprender bien cómo un panorama así ha podido ser penetrado y más aún
colonizado con algunas características de permanencia en los días de los barcos
de vela y el caballo como medios casi únicos de transporte y cuando los
problemas de la demografía y las complicaciones de la vida, hoy tan impaciente,
no deberían ni de haberse esbozado siquiera. Ya se advierte, apenas puesto el
pie en tierras venezolanas, el grande y abnegado esfuerzo y
el alto costo necesarios para la obra que ahora se está haciendo en este desbordante y absorbente fenómeno del
renacer de una nación, para dotar al
país de las condiciones básicas que faciliten el rápido desarrollo de la población -la propia que crece por los procedimientos
naturales ayudados por la fecunda labor sanitaria, económica y cultural del
Gobierno- y una eficaz y previsora política de inmigración. Pero apenas si se
han andado unos kilómetros hacia el interior, desde un punto cualquiera de la
costa, cuando se tropieza uno con unos motivos de tan fuerte asombro, y de
tanta originalidad también para estas tierras, como los que van dejando al
descubierto algunos de los detalles de la labor permanente de la colonización española,
hoy por nadie tan apreciada como por los propios venezolanos.
Que en Caracas -y en otras
ciudades también- haya huellas claras y en abundancia de siglos de influencia
española, poco tendría de extraño. Fue fundada por españoles y sede durante
siglos -la mayor parte todavía de su existencia- de gobernadores y capitanes
generales que dejaron calcado en el trazado de sus calles, el bordado de sus
verjas bien acicaladas, la monumental línea de sus edificios públicos, la
rectangularidad de sus plazas sombreadas por hermosos árboles, el marchamo de
una personalidad trasplantada de otras tierras y otros climas. Pero que aquí y
allá, como joyas engarzadas en el marco de la selva ecuatorial, se encuentran
pueblos como el de Píritu -uno se imagina en seguida que por alguna extraña
acción del nuevo ambiente, un ambiente que necesariamente tuvo alguna vez que
ser hostil, habría llegado a perder. Quién sabe cuándo, una sílaba, quedándose
en algo que quiere ser autóctono- que parecen haber sido trasplantados del
todo, sin dejar atrás los techos de rojizas tejas y las calles empedadas, desde
la sobria, adusta paramera de un panorama extremeño, es esto algo que
ciertamente cuesta trabajo y esfuerzo para llegar a comprenderlo bien. Incluso
después de haberlo mirado muchas veces.
Píritu apenas hubiera podido
nacer de otra manera, a manos del obispo de Puerto Rico llegó un día -hace 302
años- una solicitud en la pedía su intervención con el propósito de obtener del
rey Felipe IV una real cédula para que fuesen asignados algunos padres
franciscanos a la tarea de ir ganando a los indígenas por medios pacíficos, no
por acción de las armas, que no se encontraban bien a la vista estaba, dando
mayores resultados. Era una solicitud que llamó mucho la atención.
“… Lo primero -decía- que vengan
a esas tierras seis u ocho frailes de San Francisco, a los cuales yo enseñaré
la lengua de estos naturales de muy buena gana y les daré suficientes medios
para que puedan ser doctrineros y los reduzcan a Nuestra Santa Fe Católica; y
los enseñaré por un abecedario, que para ellos haré y les asistiré de noche y
día hasta ponerlos capaces con el favor de Dios…”
Era la respetuosa solicitud de un
soldado, no de un misionero, que acabo siendo atendida al salir de Sevilla para
Cumaná los frailes, ocho, que a poco fundaron, en 1656, Píritu.
Así empezó el pueblo dominado por
una iglesia, en la explanada de una elevación del suelo un poco hacia un lado,
uno de los treinta, generosamente contados, que fueron fundados por sólo los
monjes franciscanos a lo largo y ancho de una región que va desde el Unare al
Orinoco. Una iglesia que se empezó a construir, con línea severa y ancha base,
cuando el pueblo era muy joven todavía y que allí sigue, testimonio elocuente y
silencioso de la Historia que ha pasado por estas tierras, con su tejado rojo,
con su recio campanario de muros de sobria piedra enjabelgada, de unas paredes
tan sencillas como el hábito y las austeras costumbres de sus fundadores y sus
constructores, y, dentro, en el altar mayor, con un sorprendente retablo de tres
cuerpos unidos por columnas salomónica talladas con motivos florales y anchas
hojas que van subiendo en airosa espiral armónica. Varían los motivos
decorativos en los tres cuerpos de que se compone, en estado de magnifica
conservación, pero no la armonía del conjunto. Cinco nichos, tres en el cuerpo
central, en el medio para la imagen de Nuestra Señora de la Concepción de
Píritu; uno en el superior, para el niño Jesús, que se va estrechando en el
arco de la elaborada talla circular, y dos en el de abajo, reservando el puesto
de honor, el lugar central, para un tabernáculo que es considerado como una de
los mejores que el arte barroco dejó en Venezuela.
Llegar a la iglesia de Píritu, por una calle
empedrada en la que bien a lo vivo están las influencias y las pisadas de una
historia que tardó siglos en hacerse, es una experiencia única por estas
latitudes del mundo. Y más todavía cuando en los oídos pulsan con acentos de
estremecimiento los ecos de la fiebre transformadora que en Caracas está levantando
el pavimento de viejas calles, demoliendo edificios, trazando espaciosas
avenidas y levantando rascacielos con tanta prisa como si esta generación de
gobernantes y gobernados por igual tuviese la sensación de que apenas le
quedaba un día para dejar una huella clara y honda de su paso por los caminos
de la vida. Aquí en Píritu, todo es diferente: quietud, sosiego y una serenidad
de siglos. Aquí, la historia, toda ella, está ya hecha.
Sólo queda sitio y tiempo para la
contemplación, para sentirse uno extasiado viendo la herencia que por aquí
dejaron unos hombres más fuertes que toda la imponente abrumadora fuerza de un
paisaje fantásticamente agreste.
Todo aquí, el convento, el
depósito de aguas, los almacenes, fue
construido con espíritu de generosidad y grandeza, como de gentes que trabajan
para el futuro. Hay algunas cosas en las que el tiempo se ha entretenido
mordiendo con fuerza, hasta ir desgranando muros, abatiendo techos, como en la
fragua, a tiro de piedra de la iglesia. Pero hay otras, las fundamentales, que
tienen todavía siglos por delante, como el propio país en el que se encuentran,
como la misma influencia de que son testigos, y que hoy mismo, cuando Venezuela
está pasando por la más significativa fase de su existencia, es cuando se las
empieza realmente a comprender y apreciar.
Están los hombres de la Venezuela
de hoy trabajando también para el futuro, como estos monjes franciscanos de
ayer, de un ayer que tiene la duración de cientos de años hicieron en Píritu.
Pero con la grande, inmensa satisfacción de una mirada que se pierde en dos
dimensiones: a lo largo y ancho del futuro y a lo hondo de la Historia, la que
queda hacia atrás y la que se está haciendo para el mañana.