jueves, 18 de julio de 2019

La Venezuela de los años 50 de Jaime Menéndez, "El Chato"





Vamos a recuperar algunos de los artículos que el insigne periodista y escritor Jaime Menéndez, “El Chato”, publicó en los años 50 en el diario “España” de Tánger sobre el desarrollo económico y social de la Venezuela de entonces.
En aquellos momentos el periodista asturiano estaba residiendo en Tánger cuando era ciudad internacional, lugar donde recalaron miles republicanos españoles huyendo de la represión del régimen franquista. Justo en 1953 fue contratado, debido a su enorme prestigio como especialista en política internacional, por el gobierno venezolano que quería difundir fuera de sus fronteras las políticas sociales y económicas del gobierno.
Antes de transcribir los artículos es de justicia recordar los trazos más emblemáticos de la vida del mencionado autor.


La prensa venezolana de 1953 recogió la llegada de Jaime Menéndez, "El Chato". Archivo Agencia Febus.

Jaime Menéndez, "El Chato" (Sobrerriba,Cornellana, Salas 1901- Madrid 1969), fue primer español redactor de "The New York Times", el primer asturiano que dirigió el diario "La Prensa" de Nueva York, socio fundador en 1931 de la Alianza Republicana de Españoles en Nueva York.


En 1932, ya en Madrid, fue corresponsal de la NANA (North American Newspaper Alliance),
redactor de "Leviatán", de "Política", de "Estampa" y otras ilustres publicaciones de la época, director del diario "El Sol", presidente de la asociación de la prensa de Madrid durante la guerra civil española.


Fue autor de varios libros, entre ellos: "Vísperas de Catástrofe", "Alemania en Pie" o "The Jail".
Al finalizar la guerra civil española fue hecho prisionero y anduvo por varios campos de concentración en la España de Franco y otros centros de reclusión.
En 1944 tras salir de la cárcel fue pionero de la lucha antifranquista desde sus atalayas de la embajada de EE.UU. en Madrid, en el exilio de Tánger (1946 a 1957) como puntal del diario "España" y de nuevo en Madrid desde 1957 hasta su fallecimiento en publicaciones como la revista "Mundo", Destino" o "Política Internacional", en sus famosas tertulias de Casa Labra o en sus actividades secretas en células clandestinas.

Carta de 1948 del Presidente de Venezuela a Jaime Menéndez, "El Chato". Archivo Agencia Febus.

Ya sin dilación presentamos los mencionados artículos.

Primer Artículo, publicado el 29 de enero de 1954 en el diario España de Tánger

Venezuela: el renacer de una nación

La obra de un gobierno que tiene prisa

Un largo sistema de valles alto en el espolón que arranca del tronco de la cordillera andina y se extiende en dirección oeste -con una clara desviación primero hacia el Norte, abriéndose a tiempo que avanza en una serie de sierras paralelas- por las proximidades de la costa septentrional suramericana, yendo a caer sus últimas estribaciones en las bajas llanuras cenagosas y de exhuberante vegetación del delta del Orinoco. Es un sistema que brinda un ancho y amplio panorama para los cultivos y el fecundo aprovechamiento de un ambiente climático que no es tórrido a pesar de encontrarse enclavado dentro de la zona tropical. La elevación del suelo -que no alcanza extremos que hacen la vida incómoda incluso para las gentes acostumbradas a niveles aproximados a los del mar- y los movimientos periódicos de los vientos moderan y suavizan constantemente la temperatura, al tiempo que la abundancia de agua, la feracidad del suelo y la verticalidad de los rayos del sol dan a la tierra una exuberancia que se traduce a grandes ratos en una densa, impenetrable casi, vegetación ecuatorial.
Acá y allá, en pequeños trozos dispersos dispersos por el ancho por el ancho mapa venezolano, donde quiera que se presenta a la vista de una zona cultivada, la generosidad del suelo se traduce en cosechas ininterrumpidas con solo tres o cuatro meses cuando más entre siembra y siembra; tres o cuatro y hasta cinco cosechas anuales, algo que da a la tierra la rítmica regularidad productiva de un procedimiento industrializado. La producción de cereales, de frutas, de verduras -de muchas cosas típicas incluso de las zonas templadas, a veces hasta de las frías, como el maíz, las alubias, la escarola, etc.- es prácticamente constante. La vida del campesino no tiene aquí semejanza alguna con la del hombre -y la mujer- doblando de sol a sol sobre la tierra dura a lo largo de la superficie de Europa o Asia, empezando en una agotadora lucha con la naturaleza hosca y mezquina la mayoría de las veces, tan hostil que da la sensación de estar ya cansada de colaborar con el esfuerzo del campesino. Y poniendo además en la empresa horas sin fin como las de aquel bracero que hablaba con aire de candorosa resignación de jornadas de ocho horas seguidas:
-Ocho horas hasta el mediodía -explicó enseguida- y otras ocho horas después de las doce.
Esta serie de artículos fueron escritos por Jaime Menéndez, “El Chato”, el primer español redactor de “The New York Times”, en 1953 cuando fue contratado por el gobierno venezolano para difundir el desarrollo de Venezuela entonces ostentaba el cargo del subdirector del diario “España” en su exilio de Tánger.
Aquí, en Venezuela, los mayores elementos de resistencia a que tiene que hacer frente el campesino son dos: la propia fecundidad del suelo que tiende a desbordarse por todas partes, y la limitación -o ausencia- de las vías de comunicación que pongan en contacto su fábrica de productos agrícolas con los centros de población donde se encuentran los mercados de consumo. Uno y otro, sin embargo, están siendo dominados con rapidez.  El primero con el recurso creciente a la moderna maquinaria agrícola y los abundantes y baratos productos químicos que facilitan extraordinariamente la labor de limpieza y saneamiento de la selva. El segundo, gracias a la prisa con que se van extendiendo por el interior las grandes carreteras que son ya recorridas sin cesar por los motores de los camiones impulsados por un combustible de tal baratura que apenas si figura como factor alguno en un presupuesto de gastos. Diez litros de gasolina por un Bolivar, moneda que en Venezuela tiene un valor aproximado al de una peseta en España. Aun en los términos de la Bolsa de Cambios -en los términos que convierten el Bolivar en la moneda más del mundo, pero que no son de ningún modo aquellos a los cuales se ajusta la vida de un país- la gasolina seguiría siendo en Venezuela increíblemente barata: poco más de una peseta el litro.
Se piensa en muchas cosas al contemplar este panorama privilegiado. Se piensa, por ejemplo,  en lo que escribieron hace siglos, Alejandro Humbolt y Aimé Bonpland, en su “Relato personal de los viajes a las regiones equinocciales del Nuevo Continente”, después de contemplar las cantidades de cosas que salían, algunas de ellas espontáneamente,  de tierras como estas de Venezuela, tantas que aquellos tiempos remotos de pequeñas zonas cultivadas salía todo lo necesario para el sostenimiento de poblaciones de una densidad relativamente alta.
“Podríamos vernos sorprendidos -decía Humbolt- por la pequeña extensión de estas zonas cultivadas si no recordásemos que un acre -40 áreas- plantado de plátanos rinde casi veinte veces tanto alimento como el mismo espacio sembrado de cereales. En Europa, nuestros granos alimenticios, el trigo, la cebada, el centeno, cubren varias extensiones de tierra; y en general las tierras de cultivo se tocan unas con otras dondequiera que los habitantes viven de los cereales. No es igual en la zona tórrida… Una inmensa población se encuentra con una alimentación abundante en un reducido espacio cubierto de plátanos, papayas, ñames y maíz. La situación aislada de las chozas dispersas entre la selva apunta al viajero a la fecundidad de la naturaleza y a menudo un trozo muy pequeño de tierra cultivada es suficiente para… varias familias”. Esto era verdad hace cientos de años y continúa siéndolo hoy en todas esas vastas extensiones que no han sido tocadas aún por las muchas y abundantes  manifestaciones de una prosperidad tan fabulosa que ha convertido a Venezuela en uno de los grandes países importadores del mundo, a pesar de lo reducido de su población, sólo seis o siete millones de habitantes concentrados en su mayoría en ciudades como Caracas, Maracaibo, Barquisimeto, Valencia, Barcelona y algunas más, o esparcidos el resto  por la inmensidad de un país de una y media veces la dimensión de España.
Se piensa en esto y se piensa en las vías de comunicaciones, en las carreteras que ya se están construyendo y en los ferrocarriles también -algunos, asimismo, en construcción- que uno se imagina que podrían tener aún un gran futuro en Venezuela, particularmente en nuestra era de locomotoras eléctricas atravesando un país salpicado de grandes saltos de agua de inmensas posibilidades o de locomotoras Diesel movidas por los derivados del petróleo, algo que ocupa, es verdad, un lugar destacado en los planes gubernamentales para el mañana. Pero la gran realidad del momento se encuentra en las anchas y firmes carreteras que van dejando asequibles, cruzando y entrelazando el país, inagotables recursos del interior, los campos todavía en una espera de siglos de las caricias del agricultor; los yacimientos del subsuelo, que con frecuencia saltan a la superficie con insinuante coquetonería, como el fantástico Cerro Bolívar y docenas más como él, henchidos hasta reventar de masas informes de mineral de hierro de increíble riqueza; o de las selvas interminables, selvas de las más finas, duras y codiciadas maderas ecuatoriales en rebosante abundancia. Y quedarían todavía las posibilidades prácticamente ilimitadas de la energía hidroeléctrica, los pastos de infinitas dimensiones de los Llanos, en un tiempo tan famosos por sus ganados como por sus llaneros, o las perspectivas tentadoras de una vasta y canalizable red de comunicaciones fluviales.
En estos días en que tanto se habla por el mundo de ayudas técnicas, del Punto Cuatro y de otras cosas por el estilo no deja de tener significación el empeño puesto por el Gobierno venezolano, ya desde el año 1949, en busca de alguna solución al problema esbozado por la rápida transición de la economía nacional de la fase agrícola y ganadera y que caracterizaron durante siglos a un estado de semi-industrialización, dominado en un principio -y todavía- por el tremendo desarrollo de las explotaciones petrolíferas y el que ahora se inicia en creciente escala del mineral de hierro. Esto ha sido la causa de que se produjese una gran corriente del campo hacia la región de Maracaibo y otras donde ha ido creciendo con tal rapidez la industria del petróleo que es hoy Venezuela el segundo país del mundo entre los productores de este combustible, un auténtico río de oro negro que ha ejercido una poderosa influencia en el crecimiento de la economía nacional.
En 1949 fue creado el Instituto Agrario Nacional con un capital de 35.000.000 de dólares, para estimular la producción agrícola y ganadera que había perdido mucho terreno o había llegado prácticamente a la extinción. Y lo realizado desde entonces tiene dimensiones auténticamente representativas del esfuerzo sistemático e inteligente y previsor del Gobierno por llevar a cabo el programa que se ha venido a conocer  con la significativa expresión de “sembrar el petróleo”, de dedicar una porción -esta no es más que una de sus muchas fases- considerable de los ingresos que llegan al país a la creación de condiciones que aseguren un alto nivel de vida para una población creciente asentada sobre los firmes cimientos de una gran diversificación, tanto agrícola como  industrial.
Hay en el país ya veinticinco colonias agrícolas, creadas bajo los auspicios del Instituto Agrario Nacional, que son, como la de Turen o la de la Chirgua, una clara demostración de lo que se ha hecho en tan poco tiempo y de lo que se puede hacer hasta que Venezuela alcance no solo un grado de autosuficiencia en la mayor parte de los productos del campo, sino que acabe convirtiéndose también en un país fuertemente exportador, como ya lo fue en otros tiempos, de cacao, café, azúcar, algodón, ganado, etc. En los dos primeros años, la cosecha de patatas en la colonia de Chirgua, prácticamente el único sitio de Venezuela para la cosecha de este tubérculo, hasta fecha reciente artículo casi exclusivamente de importación, se ha duplicado con exceso, llegando en tan corto espacio de tiempo a unas 12.000 toneladas. Y en la Turen, en el Estado de Portuguesa, a unos 500 kilómetros de Caracas, especializada en maíz, alubias, arroz y algunas cosas más, el rendimiento de las cosechas sube, asimismo, con sorprendente rapidez, alcanzando cuando solo contaba un año de existencia productora unas 4.500 toneladas de maíz, 800 de alubias y 300 de arroz.  Y esto después de tener en cuenta que casi todo el tiempo inicial había sido dedicado necesariamente a despejar la mayor parte de las 20.000 hectáreas de la colonia, de las cuales ha sido sometida a cultivo alrededor de la mitad, a la apertura de más de 300 kilómetros de canales de riego y desagüe, de casi otros 200 de carreteras y caminos y otras tareas análogas. El clima y la feracidad del suelo son aportaciones de la mayor importancia, sin duda, pero que de nada servirían sin una política previsora que va gradualmente creando condiciones sumamente favorables para el aprovechamiento de lo que este suelo es susceptible de rendir.
Son también las colonias agrícolas un experimento notable de tipo social, encontrándose en ellas una rica diversidad de gentes que van dando a Venezuela todas las características de otro “melting pot”, un crisol en el que se van fusionando razas y pueblos para cristalizar en aquello con que soñó Bolívar, digno predecesor, por el genio no menos que por la visión profética, de los hombres que hoy van plasmando con su obra un cuadro en el que se vislumbra claramente la vida de un pueblo nuevo y vigoroso. En la colonia de Turen, por ejemplo, hay ya más de 400 familias de las cuales casi la mitad son de venezolanas y el resto por orden de cuantía numérica, italianas, alemanas, españolas, húngaras, polacas, austriacas, belgas, canadienses, colombianas, etc.
Para el desarrollo de esta labor, el Gobierno ha formulado una política concreta de la cual forma parte la inmigración familias auténticamente campesinas, cuyos puntos esenciales son:

1  -  Concesión de ayuda a todos los campesinos.
2  -  Los extranjeros gozarán de los mismos derechos que los ciudadanos del país.
3 -  Eficaz y activa ayuda gubernamental con programas de construcción de carreteras, electrificación rural y sistemas de riego para la temporada seca, con frecuencia mediante la perforación de pozos.
4 - Una cuota de inmigración de 400 familias por mes, de no menos de tres personas por familia, sometidas, tanto en Europa como a su llegada a Venezuela, a pruebas, dirigidas por peritos agrícolas, que demuestren que se tratan realmente de campesinos.
5 -  Un amplio programa sanitario de inmunización contra las enfermedades tropicales.
6 -   Orientación a cargo de técnicos gubernamentales en las tareas y métodos de cultivo.

Uno de los mayores alicientes del programa de desarrollo agrícola consiste en la concesión  de amplios créditos, a un interés muy bajo -el 2 por ciento- y por un periodo de 25 años, que puede ser de hasta 4.000 dólares para la construcción de la casa y de 240 dólares para la compra de cada acre de tierra; junto con otro de hasta 6.000 dólares para equipo y aperos de labranza, y uno más de 5.000 dólares para hacer frente a las necesidades de la vida mientras la finca -en general de unas dimensiones que oscilan entre las 250 y las 400 hectáreas- empiece a producir. Estos dos últimos créditos son concedidos a plazos más cortos que los dos primeros, pero unos y otros son pagaderos por medio de la venta de los productos del campo, los cuales, además, gozan de la protección oficial que garantiza su venta a precios remunerativos, con el propósito de que el programa resulte más atrayente y esté rodeado de las mayores seguridades de éxito.

Dedicatoria de Rómulo Gallegos a Jaime Menéndez. "El Chato". Archivo Agencia Febus.


Segundo Artículo, publicado el 4 de febrero de 1954 en el diario “España” de Tánger

Venezuela: el renacer de una nación

El hallazgo de lo inesperado, Píritu

Al asomarse a tierras de Venezuela se encuentra uno como mejor bagaje con una imaginación en la que del verde de la selva se van desgranando los hilos para ir tejiendo paisajes de una frondosidad inasequible. Y para pensar también enseguida en que más allá, acaso con la sola finalidad de quebrar tanta exhuberante monotonía, esté el mar sin fin de una hierba muy alta y apretada, salpicada de extraños cactus, de Los Llanos, de esos Llanos de los cuales han salido páginas de singular belleza y majestuosa grandiosidad que bastarían por sí solas para asegurar al país de su posesión un buen sitio en las bibliotecas donde se guardan con esmero las mejores piezas de la buena literatura universal. Para volver después a la selva, más apretada todavía, más impresionantemente sobrecogedora. Es lo que uno se imagina por lo poco que todavía ha visto mezclado con las impresiones que se quedan de lo que se ha leído.
Resulta difícil, casi imposible comprender bien cómo un panorama así ha podido ser penetrado y más aún colonizado con algunas características de permanencia en los días de los barcos de vela y el caballo como medios casi únicos de transporte y cuando los problemas de la demografía y las complicaciones de la vida, hoy tan impaciente, no deberían ni de haberse esbozado siquiera. Ya se advierte, apenas puesto el pie en tierras venezolanas, el grande y abnegado  esfuerzo y  el alto costo necesarios para la obra que ahora se está haciendo  en este desbordante y absorbente fenómeno del renacer  de una nación, para dotar al país de las condiciones básicas que faciliten el rápido desarrollo de la población  -la propia que crece por los procedimientos naturales ayudados por la fecunda labor sanitaria, económica y cultural del Gobierno- y una eficaz y previsora política de inmigración. Pero apenas si se han andado unos kilómetros hacia el interior, desde un punto cualquiera de la costa, cuando se tropieza uno con unos motivos de tan fuerte asombro, y de tanta originalidad también para estas tierras, como los que van dejando al descubierto algunos de los detalles de la labor permanente de la colonización española, hoy por nadie tan apreciada como por los propios venezolanos.
Que en Caracas -y en otras ciudades también- haya huellas claras y en abundancia de siglos de influencia española, poco tendría de extraño. Fue fundada por españoles y sede durante siglos -la mayor parte todavía de su existencia- de gobernadores y capitanes generales que dejaron calcado en el trazado de sus calles, el bordado de sus verjas bien acicaladas, la monumental línea de sus edificios públicos, la rectangularidad de sus plazas sombreadas por hermosos árboles, el marchamo de una personalidad trasplantada de otras tierras y otros climas. Pero que aquí y allá, como joyas engarzadas en el marco de la selva ecuatorial, se encuentran pueblos como el de Píritu -uno se imagina en seguida que por alguna extraña acción del nuevo ambiente, un ambiente que necesariamente tuvo alguna vez que ser hostil, habría llegado a perder. Quién sabe cuándo, una sílaba, quedándose en algo que quiere ser autóctono- que parecen haber sido trasplantados del todo, sin dejar atrás los techos de rojizas tejas y las calles empedadas, desde la sobria, adusta paramera de un panorama extremeño, es esto algo que ciertamente cuesta trabajo y esfuerzo para llegar a comprenderlo bien. Incluso después de haberlo mirado muchas veces.
Píritu apenas hubiera podido nacer de otra manera, a manos del obispo de Puerto Rico llegó un día -hace 302 años- una solicitud en la pedía su intervención con el propósito de obtener del rey Felipe IV una real cédula para que fuesen asignados algunos padres franciscanos a la tarea de ir ganando a los indígenas por medios pacíficos, no por acción de las armas, que no se encontraban bien a la vista estaba, dando mayores resultados. Era una solicitud que llamó mucho la atención.
“… Lo primero -decía- que vengan a esas tierras seis u ocho frailes de San Francisco, a los cuales yo enseñaré la lengua de estos naturales de muy buena gana y les daré suficientes medios para que puedan ser doctrineros y los reduzcan a Nuestra Santa Fe Católica; y los enseñaré por un abecedario, que para ellos haré y les asistiré de noche y día hasta ponerlos capaces con el favor de Dios…”
Era la respetuosa solicitud de un soldado, no de un misionero, que acabo siendo atendida al salir de Sevilla para Cumaná los frailes, ocho, que a poco fundaron, en 1656, Píritu.
Así empezó el pueblo dominado por una iglesia, en la explanada de una elevación del suelo un poco hacia un lado, uno de los treinta, generosamente contados, que fueron fundados por sólo los monjes franciscanos a lo largo y ancho de una región que va desde el Unare al Orinoco. Una iglesia que se empezó a construir, con línea severa y ancha base, cuando el pueblo era muy joven todavía y que allí sigue, testimonio elocuente y silencioso de la Historia que ha pasado por estas tierras, con su tejado rojo, con su recio campanario de muros de sobria piedra enjabelgada, de unas paredes tan sencillas como el hábito y las austeras costumbres de sus fundadores y sus constructores, y, dentro, en el altar mayor, con un sorprendente retablo de tres cuerpos unidos por columnas salomónica talladas con motivos florales y anchas hojas que van subiendo en airosa espiral armónica. Varían los motivos decorativos en los tres cuerpos de que se compone, en estado de magnifica conservación, pero no la armonía del conjunto. Cinco nichos, tres en el cuerpo central, en el medio para la imagen de Nuestra Señora de la Concepción de Píritu; uno en el superior, para el niño Jesús, que se va estrechando en el arco de la elaborada talla circular, y dos en el de abajo, reservando el puesto de honor, el lugar central, para un tabernáculo que es considerado como una de los mejores que el arte barroco dejó en Venezuela.
Llegar a la iglesia de Píritu, por una calle empedrada en la que bien a lo vivo están las influencias y las pisadas de una historia que tardó siglos en hacerse, es una experiencia única por estas latitudes del mundo. Y más todavía cuando en los oídos pulsan con acentos de estremecimiento los ecos de la fiebre transformadora que en Caracas está levantando el pavimento de viejas calles, demoliendo edificios, trazando espaciosas avenidas y levantando rascacielos con tanta prisa como si esta generación de gobernantes y gobernados por igual tuviese la sensación de que apenas le quedaba un día para dejar una huella clara y honda de su paso por los caminos de la vida. Aquí en Píritu, todo es diferente: quietud, sosiego y una serenidad de siglos. Aquí, la historia, toda ella, está ya hecha.
Sólo queda sitio y tiempo para la contemplación, para sentirse uno extasiado viendo la herencia que por aquí dejaron unos hombres más fuertes que toda la imponente abrumadora fuerza de un paisaje fantásticamente agreste.
Todo aquí, el convento, el depósito de aguas, los almacenes,  fue construido con espíritu de generosidad y grandeza, como de gentes que trabajan para el futuro. Hay algunas cosas en las que el tiempo se ha entretenido mordiendo con fuerza, hasta ir desgranando muros, abatiendo techos, como en la fragua, a tiro de piedra de la iglesia. Pero hay otras, las fundamentales, que tienen todavía siglos por delante, como el propio país en el que se encuentran, como la misma influencia de que son testigos, y que hoy mismo, cuando Venezuela está pasando por la más significativa fase de su existencia, es cuando se las empieza realmente a comprender y apreciar.
Están los hombres de la Venezuela de hoy trabajando también para el futuro, como estos monjes franciscanos de ayer, de un ayer que tiene la duración de cientos de años hicieron en Píritu. Pero con la grande, inmensa satisfacción de una mirada que se pierde en dos dimensiones: a lo largo y ancho del futuro y a lo hondo de la Historia, la que queda hacia atrás y la que se está haciendo para el mañana.

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