La plaza de toros de Alicante. |
Jaime Menéndez "El Chato", uno de los periodistas más relevantes del siglo xx, fue hecho prisonero, en Alicante, al final de la guerra civil española, esperando aquellos buques que al final nunca llegaron. Él y otros 18600 compañeros le acomañabaron en tan triste y sangrienta nueva realidad. Primero anduvieron en el campo de concentración de Los Almendros, en unas condiciones infrahumanas, sin nada que comer, nada que beber y, casi, sin nada que respirar.
"El Chato" supo, desde un primer momento, que su posición de periodista le obligaba a comenzar una lucha con la pluma contra el régimen facciososo para contar como eran tratados en aquella España de gloria católica y de paz. Y se dispuso a escribir un diario, a escondidas, en un inglés muy rebuscado por si le pillaban, para que nadie lo entendiese. Ese gran diario, compuesto por más de 5 docenas de capítulos, los primeros los encondía en el doble fondo de su boina hasta que se pudo ir sacando, página a página, camufladas bajo la camiseta de su pequeño hijo Jimmy que le visitaba, junto con su madre Avelina Ranz, por los diferentes centros de reclusión.
Resumí uno de los capítulos del mencionado diario para mi libro La epopeya del "Chato", hoy, recupero unas cuantas líneas que cuentan el traslado desde el campo de concentración de Los Almendros a la plaza de toros de Alicante y las primeras vivencias que allí ocurrieron. Recuerden que esto es historia, historia viva de un testigo presencial que luchó con su vida para que ahora puedan leer estas líneas:
Al día siguiente, un grupo de unos cinco mil abandonamos el campo de
concentración de los Almendros,
ahora sin almendrucos, sin tallos, sin hojas y sin tiernas ramitas. Un lugar
inhóspito, desolado y yermo. Dejábamos atrás unos cuantos días de nuestra
historia, unos cuantos días de la historia de España.
―No pueden encontrar un lugar peor que este ―afirmó un camarada.
―Será mejor que esperes a ver ―le dije.
En la carretera, cinco mil hombres en formación de a cuatro pasamos ante
las caras silenciosas de mujeres y niños, moradores de las casas vecinas, con
miradas profundas, tristes; sus ojos llorosos les delataban... Dejamos la
carretera para tomar un camino de tierra que desembocaba muy a lo lejos en una
loma, en cuyo cenit se encontraba el Castillo
de Santa Bárbara, una antigua fortaleza.
Y cuando muchos creyeron que esa era nuestra próxima morada, el camino
que nos llevaba allí se quedó a un lado. Estábamos otra vez a las afueras de Alicante, frente a una zona residencial
más poblada. Nos llegaron noticias de que el nuevo jefe militar de la ciudad
era el Coronel Pimentel.
―¡Dios nos pille confesaos! ―exclamó un camarada.
―¿Dónde nos mandarán?
Era la pregunta angustiosa que salía de más de una garganta.
Al rato, se ordenó un alto. Fue recibido con gestos de alivio; habíamos
recorrido unos tres kilómetros, hambrientos, sedientos y agotados. Muchos nos
tumbamos, casi todos. Eso sí, bajo la extrema vigilancia de las escopetas, más
en guardia que nunca. Uno de los nuestros suplicó a un soldado que le
permitiera pedir un poco de agua. Después de consultarlo con el oficial a
cargo, el permiso fue concedido... en caso de que le dieran agua, porque nadie podía moverse del lugar. Pero
una señora que había seguido la escena gritó:
―¡Pepet, ve rápidamente por
agua, tráelo en un vaso! ¡No, no, trae el botijo que están todos sedientos!
Y de repente, el lugar era un hervidero de mujeres, hombres y niños
repartiendo agua, naranjas...
Se reanudó la marcha. Nuestro objetivo, toda una sorpresa: nada más y
nada menos que la plaza de toros, donde Félix
Colomo, el “TORERO
ROJO”, había
salido en varias ocasiones por la puerta grande. En ese momento éramos nosotros
los que entrábamos por la puerta grande, y para no salir. ¿Para ser toreados?
No, para ser estocados.
Allí, sobre la arena, estábamos agotados física y moralmente, demacrados,
con la ropa manchada y sucia después de llevarla encima durante días, incluso
para dormir... En el centro de la arena, una veintena de hombres, la mayoría
uniformados, aunque había algunos civiles orgullosos de sus grandes y
ostentosos emblemas con el yugo y las flechas cosidos en las solapas izquierdas
¾curiosamente¾ de
sus chaquetas. Habían venido a inspeccionar “su ganado” en busca de alguna cara
conocida. Entre ellos destacaba, únicamente por su altura, un oficial de la
guardia civil, con actitud descarada y de petimetre, de mirada arrogante y
dominante y con una mano derecha que parecía no ser capaz de soltar aquella
aterradora pistola automática, fabricada sobre el principio de una escopeta
recortada.
―¡Soltad cualquier arma o instrumento cortante o punzante que tengáis!
―dijo el oficial―: objetos como navajas, cuchillas de afeitar, espejos y demás.
Será mejor para vosotros que no encuentre nada de eso cuando os registre.
Una veintena de artilugios que se ajustaban o no a la descripción cayó de
los bolsillos. Yo mantuve escondidos una pluma, un portaminas y una pequeña
libreta en la boina, aun a sabiendas del peligro que suponía. Pero había que
arriesgarse. Era muy importante que todo fuese rigurosamente escrito para su
divulgación en el futuro por mí, y si no fuese posible, por alguno de mis
descendientes. Como ya dije, el orbe entero merecía conocer cómo se las
gastaban esos facciosos sin escrúpulos.
―¡Aquí quiero una fila de oficiales, de capitán para arriba, y allí otra
con los comisarios políticos! ―dijo de nuevo el oficial, arrogante, cómo no.
Muchos se colocaron en las filas, pero no todos. Hice ademán de
incorporarme a la de los comisarios, pero un camarada, el camarada CORDÓN , me susurró al oído:
―¡No lo hagas! Quédate aquí. No
necesitan saber quién eres. Déjales que lo descubran si quieren.
Le hice caso. Aun así nuestra fila se hizo perceptiblemente más delgada.
Enseguida comprendí que lo que supuso un pequeño paso para muchos, supuso un
gran paso para su muerte. A nosotros nos llevaron al pasillo circular que
rodeaba la plaza, de unos seis metros de ancho, de techo alto, suelo irregular
de mortero en descomposición, con mucha gravilla y arena y poco cemento; lleno
de sillas de paja trenzada, con los respaldos clavados a unas largas vigas,
para ser utilizadas en espectáculos de boxeo o similares. Ese era nuestro nuevo
hogar. Tuvimos suerte, porque los últimos seleccionados, unos ochocientos, fueron
mandados a un lugar del patio de caballos. Un patio cuadrado con establos a un
lado, en el centro un abrevadero, un vertedero, y un inodoro abierto ―sin
tejado― que consistía en agujeros en el suelo, bastante parecidos a los que
ofrecían las viejas y apartadas estaciones de tren. Un espectáculo asqueroso y
vomitivo. Unos trescientos cincuenta
tomaron acomodo en los establos; los demás lo hicieron en el resto del
patio húmedo, pero siempre perfumado por los vapores del inodoro. Y qué decir
de los “más que lujosos” establos, sin luz, sin ventilación... Pero eso sí: en
el suelo una mezcla de estiércol seco y paja hacía las delicias como colchón. Y
con unos “moradores” de excepción: miles y miles de arañas que formaban,
colgando del techo, un espectáculo algo
desapercibido por culpa de la luz tan tenue.
Los hombres seguían llegando. Pronto nos quedamos sin espacio, por lo que
eran mandados al coso, cuyo techo era el cielo: un lugar mayor que el pasillo
pero que muy pronto convertiría en algo muy dulce el recuerdo del campo de Los Almendros. Allí había cerca de dos
mil hombres, despatarrados en el suelo y sin escapatoria posible ante la
lluvia. Tras una fuerte tormenta, unos cuantos centímetros de agua cubrían el
suelo, ese enorme colchón colectivo que empapaba hasta las entrañas los cuerpos
y los corazones de todos los camaradas, apiñados sin espacio. Y, sin embargo,
en las gradas sólo cuatro guardias apuntando con sus ametralladoras y
dispuestos a abrir fuego en cualquier momento.
Así pues, de los tres compartimentos habitables
sólo uno tenía inodoro: el patio de caballos. En la arena no había ninguno, y
en el pasillo circular sólo había urinarios a intervalos regulares. Por lo
tanto, aquellos que querían deambular de acá para allá tenían la excusa perfecta.
Pero pronto los oficiales decidieron regularlo, fijando unas determinadas horas
del día para el uso de esas comodidades. Pronto se notarían las
consecuencias...
De la comida “no nos podíamos quejar.” Pasamos de una lata de sardinas para tres, a una lata para cinco, para
terminar... Para terminar con una lata para siete, por lo que, curiosamente, en
esos momentos había menos sardinas en la lata que hombres para compartirlas. Y
el pan, más bien eran galletas, sin sal, sin levadura, duro como un cuchillo...
No había cuchillo, no era necesario. A cada grupo de veinticinco hombres se les
repartían de forma muy generosa, eso sí, tres panes de quinientos gramos por pieza. A los pocos días la
cantidad distribuida quedó reducida a
dos. Por lo tanto, la tarea de partir cada pan en unos doce pedazos era más que
una obra de ingeniería. Cada uno de ellos debía pesar cuarenta gramos, que junto al trozo de sardina era nuestro manjar
hasta el día siguiente. Todo un banquete... Qué generosidad mostraba el
Movimiento... Ahora bien, el proceso de masticación del pan se convirtió en un
asunto entretenido… Pero muy lento. A fuerza de trabajo duro y fuerte voluntad
se superaban numerosas dificultades.
El trozo de pan era fácil de convencer; ahora bien,
la “cama” era inflexible, dura como una roca. El espacio de suelo disponible para cada camarada era
tan estrecho que no había posibilidad de estirar las piernas, ni de estar en
cualquier posición que no fuese de lado. En fin, toda una king-size. Así
pues, dormíamos en grupos de amigos, apelotonados, tumbados de lado, la cara
contra la espalda del vecino, las rótulas encajadas “cómodamente” en las corvas
del vecino y, cómo no, las ingles ensambladas al glúteo del vecino. Menos mal
que éramos camaradas... Tras un par de horas en tan “confortable” postura, la
dura superficie del suelo de gravilla empezó a hacer estragos. El dolor iba in
crescendo. El más ligero movimiento de uno afectaba al otro, pero el
espíritu de cooperación estaba por encima de todo. Y pobre de aquel que tuviese
la necesidad de levantarse: apenas sin espacio, dicho desplazamiento se
convertía en una odisea. Ejercíamos de funámbulos pero con una red algo especial: una red humana. Cuando uno se
caía, lo hacía sobre el cuerpo de algún camarada, que se llevaba un susto de
muerte. Muerte que acechaba peligrosamente.
A continuación les hablaré de mis “grandes amigos” del patio de caballos:
los inodoros... Siendo muy fino, puesto que eran unos elementos repugnantes y
desfasados. Supongo que durante una de esas corridas de toros, el respetable,
con sus elegantes damas, jamás los utilizaría, porque si no... Daban la
impresión de que iban a decir:
―¡Sólo hombres, por favor, sólo hombres!
Y es que el esmalte blanco de otros tiempos se había transformado en un
óxido rojo amarillento, que finalizaba con una base de sedimentos blanquecinos
que olían tanto que sólo pensar en ello, todavía hoy me produce repugnancia.
Las visitas cada vez eran más numerosas, las colas se hacían interminables.
Daba la impresión de que allí no había nada más que hacer que ir a los
urinarios. Para más inri, los grifos de agua potable, muy utilizados para
engañar al estómago y para lavarse, estaban al lado de esos urinarios.
Por si no hubiésemos tenido suficiente, el acceso a los inodoros del
patio de caballos estaba restringido a unas horas por la mañana y a otras pocas
por la tarde. ¿Y cuando afloraban los apretones? Pues nos veíamos en la necesidad
de utilizar los urinarios. En un lugar preparado para tragar líquido, se tiraba
también materia sólida, que quedaba allí amontonada, en un entorno húmedo, más
adecuado para mantener sus indeseables cualidades frescas.
Pasaban las horas, los días. Los olores agrios parecían salir corriendo,
llenos a rebosar, en la estela de un torrente que inundaba todo el vecindario.
Era un terror casi inabordable. Aun así, teníamos que ir, no sólo para que la
pestilencia aumentase sino también para lavarnos o beber. Jamás olvidaré las
palabras de los camaradas:
—Si alguna vez tuvieses que contar cómo es este lugar nadie te creería.
—Lo más amable que te dirán es que has perdido el juicio —dijo otro.
—Bueno, la realidad en su aspecto más crudo es difícil de describir, y
aun más difícil de creer. Los sentidos pueden perfectamente captar e incluso
medir a veces nuestras propias experiencias, pero cuando se trata de hacer lo
mismo con las experiencias de otro, fallan lamentablemente.
—Nunca me hubiese imaginado que los hombres pudieran ser sometidos a unas
condiciones tan horribles.
—Para que puedas, en el futuro, recordar las lecciones del pasado.
—Quizás cuando llegue ese momento, la mordacidad intensa de estos
suplicios haya perdido mucho de su significado. ¿Sabes?, el ser humano tiene
una gran capacidad de olvido.
—Pero uno no debe olvidar —les dije—, no es tan fácil olvidar. Hay que
darle algún significado a este sufrimiento. Hace poco tiempo, cuando aún
luchábamos, si te hubiesen dicho que la derrota significaría esto, no lo
hubieses creído. Una lección como esta puede ser de alguna utilidad. Mantén la mente abierta y los sentidos
alerta. No olvides. Eso es todo.
—¿Y si no vuelves a tener una oportunidad?
—Aún tendrás otra oportunidad.
Y por si fuera poco, por las noches recibíamos la visita de los
oficiales, con tres objetivos: saquear, saquear y saquear. Y pobre de aquel que
se negase, la muerte le esperaba.
Y por si fuera poco, de igual manera, empezaron a surgir “parásitos”
dentro de los nuestros. Hombres sin escrúpulos, que al unirse con dos o tres
hacían una nueva lista imaginaria de nombres para recibir la ración que no les
correspondía. Así, los que estaban los últimos de la cola no recibían nada o
casi nada. A veces tuvimos que cortar la barra de pan en más de doce pedazos. Y
si alguien se atrevía a quejarse, recibía como respuesta del oficial:
—No podemos hacer nada. Os damos lo mismo todos los días, os damos lo que
se os debe dar. No guardamos nada para nosotros. Si no llega para todos, los
ladrones están entre vosotros. Es vuestro asunto. Por favor, no nos molestes
con esos asuntos. ¡¿Me
oyes?! Y recuerda: entre nosotros no hay ladrones. Mira a tu alrededor. Quizás
alguno de tus queridos camaradas…
Y por si fuera poco, también debíamos soportar los
“mamoneos” de los soldados, conocedores de que a algunos aún nos quedaba algún
objeto de valor. Recuerdo que uno dio una camisa, una muy buena camisa, por una
barra de pan. Al poco rato se quedó también sin barra. Otro dio un buen reloj
por barra y media de pan. A los pocos minutos, ese buen hombre se quedó sin
barra y media de pan y sin saber qué hora era. Y así sucesivamente: los
soldados fascistas se enriquecían a costa de nuestra hambre.
Y por si fuera poco, nos prohibieron ir a hacer nuestras necesidades a
partir del toque de silencio. El mínimo intento de levantar la cabeza era
respondido por una escopeta amenazante. Por lo tanto, a aquel que no se pudiese
controlar sólo le quedaban dos posibilidades: la muerte, o defecar en un plato
de aluminio, dejando la “cosa” allí. Por lo menos al plato se le daba alguna
utilidad...
Y por si fuera poco, prohibido comunicarnos con
nuestras familias. Ni ellas sabían de nosotros, ni nosotros de ellas. La
angustia reinaba en nuestros corazones.
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